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Solsticio de invierno En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable. –Mi capitán –transmitió el cabo. –Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz. El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos. –Registradlo todo con cuidado. –Mi capitán –transmitió otra vez el cabo–, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras. –A ese me lo traéis bien sujeto. –Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada–, la mujer se ha puesto de parto. –Bienvenido al infierno– murmuró el capitán, con lástima. A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso. –Abrid fuego –ordenó al fin. –No quiero sorpresas. |
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